Son las 11 p. m. pasadas, las luces del bar son tenues y la vibración de la música golpea los cuerpos de la gente impulsándolos a bailar. Yo estoy parada frente a la barra, observando a los amigos que dejé sentados en una mesa de la esquina del establecimiento. Honestamente, solo conozco a dos de ellos, los otros son amigos de amigos con los que jamás había hablado. Pero, a diferencia de los demás, yo no necesito del alcohol para desinhibirme, yo solo necesito saber si hablan inglés.
Después de todo, las palabras median nuestra percepción del mundo, presentan canales y/o barreras a la hora de hacer fluir las ideas, y en sí, moldean nuestro pensamiento. Ahora, cuando hablamos más de un idioma, todas las nuevas posibles conexiones que este conlleva se unen a nuestro lenguaje y con ello a nuestra cosmovisión.
Para mí, esto siempre fue solo una teoría que había discutido con mi profesor de sociología en la universidad, hasta que pude comprobarla al viajar a Canadá en un intercambio hace un año para perfeccionar mi inglés. Antes, las palabras de Edward Sapir sobre los modelos culturales de las civilizaciones, donde afirmaba que estos estaban inscriptos en la lengua que los expresa, eran solo un raro trabalenguas. Pero entonces, al convivir con chicos de todo el mundo, logré ver que hay culturas que hablan menos que otras; unas recompensan la ornamentación de las palabras, mientras que otras privilegian la economía de las mismas; unas tienen mil significados para una sola palabra, otras no tienen ni el término para expresarlas; y así se pueden encontrar múltiples características. Mientras observaba a mis compañeros, quizás por primera vez esas clases de sociología tuvieron sentido; que fácil hubiera sido si me decían que sentimos y pensamos diferente dependiendo de nuestra cultura, y por ende, de nuestro idioma. Aunque claro, no hay nada como vivirlo en carne propia.
Fue así como, cuando volví a Colombia, empecé a ser consciente de las diferencias que yo misma esbozaba entre el inglés y el español. Siendo el primero más conciso y técnico, mientras que el segundo más extenso y literato. Esto lo reflejo por ejemplo en mi forma de escribir, haciendo investigaciones en inglés de apenas diez páginas pero de 30 páginas en español, pues en mi lengua natal tengo una forma de expresión mucho más amplia. Igualmente en mi forma de interactuar, siendo más fresca y cool al usar el inglés, pero más seria y calculadora al hablar español.
Es justo en este aspecto en lo que pienso mientras recibo mi copa y me acerco de nuevo a la mesa, esperando que alguno de los presentes sepa inglés para tener la oportunidad de empezar una conversación amena. A ver, podría hablarles en español, pero la verdad es que soy algo tímida y no sé de qué conversarles, más aún si la mayoría de ellos se conocen entre sí y ya están separados en pequeños grupos en los que soy incapaz de entrometerme. Así pues, decido ejecutar un plan al sentarme a la mesa. Me quedé escuchando sus conversaciones, tomando pequeños y lentos sorbos de un trago peligrosamente dulce, esperando hasta que se dio el momento indicado para intervenir.
—Oigan, ¿alguno de ustedes se ha planteado el cómo nos iremos de aquí? ¿alguien fue inteligente y designó un conductor elegido? – dijo un chico sentado a dos asientos a mi izquierda, quien paseaba sus ojos oscuros por todos los de la mesa, casi como evaluando si aún estaban en buen estado para responderle de manera responsable.
—Sorry boy, i’m not driving you home – lancé el anzuelo apenas él posó en mí su mirada, y ahí solo tuve que esperar a ver quién picaba.
—Why not? – respondió él entre risas, lo que relajó su expresión antes bastante seria.
—Do you at least have a car? – me preguntó una chica un poco más joven que yo que estaba ubicada a varios asientos a mi derecha, y quien también reía con mi comentario.
Con esto, supe que había cumplido mi objetivo. Ahora dos sectores diferentes de la mesa se habían unido para conversar, y todos los demás empezaron a hacer comentarios en inglés como siguiendo mi dinámica. Era casi cómico cómo los pocos que me conocían me miraban asombrados de que fuese yo quien hubiese roto el hielo, y más de esa forma. Quizás puedan pensar que mi personalidad ha cambiado o que finjo ser alguien más mediante el uso de otro idioma para agradarles a los otros, pero no es así. Cuando empecé mis reflexiones sobre esta influencia del idioma después del intercambio, recuerdo leer a Whorf y sus planteamientos de que la estructura de una lengua influye sobre la forma en que se comprende la realidad y sobre la conducta ante ella. Pero si les salgo con teorías ahora mis amigos me recocharan por ser tan académica, así que cuando vengan a molestarme por mi anterior intervención, lo pondré así de sencillo: el idioma no cambia nuestra personalidad, sino nuestra visión del mundo.
Pensemos en una persona como un recipiente que va adquiriendo lados a medida que experimenta y aprende nuevas cosas, y dentro de él hay una personalidad. Ahora bien, el aprender un idioma implica crear muchos más lados que contengan las palabras, las conexiones entre las ideas, los gestos, los hábitos, y toda la cultura contenida en la lengua. Entonces, la personalidad dentro del contenedor fluye entre todas las caras, asignando la más adecuada para cada situación. Bien sabemos que no somos los mismos cuando estamos en una reunión con la familia, en un debate en clase o de rumba con los amigos. El idioma sirve entonces como una herramienta que permite desbloquear o facilitar el acceso a ciertos lados del recipiente, haciendo perfectamente posible que algunas acciones o palabras fluyan mejor de lo usual; a fin de cuentas, buscamos la pureza de la idea, y hay cosas que no se pueden traducir.
Es así como puedo conectarme con un lado un poco más fresco, donde no pienso cada una de las implicaciones de mis palabras, y ya que los demás también entran en el mismo código, podemos hablar tranquilamente. Así hemos estado hablando amenamente por un buen rato, pero no puedo evitar distraerme al sentir esas miradas intermitentes que me dedica el chico de ojos oscuros. Sin embargo, nuestra interacción se limita a comentarios cruzados junto con los de todo el grupo.
Con el paso del tiempo, muchos empiezan a prenderse y a disiparse poco a poco en sus propias conversaciones. Yo estoy sumergida en un curioso debate sobre papas fritas y helado (no sé cómo llegamos a eso), por lo que no noté que el chico de ojos oscuros se había parado a la barra junto con la chica sentada a mi lado hasta que volvieron y cambiaron inesperadamente de puestos.
—So, you are not driving me home, but at least would you accept me a drink? – dijo mientras resbalaba un cóctel por la mesa, ofreciéndomelo con una medio sonrisa y con unos ojos casi felinos completamente enfocados en estudiar mi reacción.
—Well, I guess I could do that – dije tomando la copa y bebiendo un ligero sorbo sin desviarle la mirada.
—Soy Thomas, por cierto – me dijo tendiendome la mano de manera cordial y cambiando su mirada por una mucho más suave, casi tierna.
—Vanessa, un placer – le estreché la mano y reí por lo bajo por el marcado cambio de gestos.
Es interesante ver que no soy la única que utiliza el idioma intencionalmente como una herramienta para acceder a ciertos aspectos de su personalidad, para decir aquello que no me atrevería tan fácilmente en mi lengua natal. Esto es diferente a cuando realicé mi primer comentario, las personas conectaron con él e inconscientemente cambiaron la dinámica de la conversación. El imaginario cultural que viene cargado en el inglés funciona como un código y al todos entrar en él congeniamos un poco mejor. Quizás ellos no lo notaron, pero más de uno se soltó un poco más, o hizo otro tipo de comentarios, incluso sus gestos y entonación varió. Fue espontáneo, responsable del código del idioma, pero mi conversación con Thomas tenía cierta diferencia, y siento que solo nosotros dos lo sabíamos.
Hablamos el resto de la velada hasta que todos empezaron a retirarse. Intercambiamos números y cada quién se retiró por su lado, aunque a varios nos tocó unirnos y compartir taxi para irnos. Supongo que es mi culpa por interrumpir a Thomas justo cuando buscaba cuadrar esto del transporte, sin embargo, no me arrepiento de nada.
Cuando llego finalmente a mi casa me tiro en la cama quedando boca arriba. No sé si es por los tragos que llevo encima, o por la forma en que brillaban sus ojos cuando me dedicaba esa media sonrisa, pero siento que hoy no será el último día que tendré un debate interno sobre qué idioma usar al hablarle. Después de todo, soy consciente del poder de mis palabras y, aunque las acciones son la base de todo, no se puede negar que un “te quiero” o un “te amo” sinceros encierran un futuro entero. Pero bueno, cuando llegue el momento pensaré en ello, después de todo, las palabras también deben decirse a su debido tiempo. ¡Ay! quién diría que el lenguaje implicaría todo esto, ahora no solo pienso en que las palabras hacen material al mundo y que sin ellas no existirían ni los sentimientos, ahora también pienso cuál debería ser el idioma correcto para expresarle al mundo lo que siento.
Referencias
