¡Échale lulo a esa agua!

Escrito por:

Valeria Villamil Cárdenas

villamilvaleria@outlook.com

Me levanté a eso de las 12:00 del día, justo a tiempo pa’ alcanzar a bañarme y a comer. Me metí un almuerzo bien trancado, me vestí, agarré mis zapatos de baile y los lustré pa’ dejarlos bien bonitos mientras pensaba en la muchacha esa que me los había visto mientras bailábamos y le habían gustado. Quise poner en el tocadiscos ese acetato viejo de los Hermanos Lebrón pero no los encontré (ni el disco ni la máquina); supuse que mi hermano se los había llevado pa’ donde sus amigos la noche anterior, no le di mucha importancia. También la casa estaba diferente, no sé, el color de las paredes, algo, todo; tal vez había tomado mucho la noche anterior. Miré el reloj. Ya está tarde, me dije, y agarré un peine sin pensar de quién era, me peiné y salí a la calle.

Habíamos quedado en que esta vez la rumba iba a ser en la otra cuadra, la pasada había estado tan buena que queríamos repetir y como no había encontrado mis discos, esperaba que mi hermano cayera para poder prender esa vaina con mi colección que ya superaba los 30 ejemplares. Como la entrada la pagaba yo con los discos normalmente, cuando ya iba a media cuadra me tocó devolverme para ir a comprar media de guaro y así llegar como debía ser al lugar.

Pasé por la tienda de la esquina donde nos sentábamos horas y horas a echar carreta con los pelados del barrio. Vi cómo la muchacha de la tienda me miraba de pies a cabeza como si estuviera vestido de payaso soltando una risita; no me importó mucho, pues yo también estaba pensando en su peinado raro. Entonces me acordé que tenía media de guaro que habíamos dejado la noche anterior en la casa y no alcancé a decirle ni cinco a la pelada cuando ya me estaba yendo casi corriendo porque no quería perderme ni una canción (igual la parranda no comenzaba hasta que yo llegara).

Ya con la media de guaro listica me dirigí nuevamente a la casa del Pepe. Una vez ahí, vi a una mujer y un hombre parados en la puerta vestidos de negro. Me asusté y pensé que eran unos extranjeros de esos que a veces se colaban a las rumbas. En todo caso, me acerqué, pero cuando fui a entrar el gorila ese me paró de taco y me preguntó por mi boleta. Yo no pude aguantar y casi le escupo en la cara de la risa que me dio. ¿Cuál boleta?, si yo conozco al Jimmy y al Pepe, le dije, mostrándole la media de trago pa’ que me dejara pasar. A ver a ver loquito, la boleta cuesta 20 así que los vas pasando o si no, podés irte por donde viniste me dijo. ¿20 pesos? Eso es mucho billete, pensé. Y con cara de moco quise sacar mi billetera pero no la encontré. En tanto, salió un muchacho parecido a Jimmy y preguntó qué pasaba, me miró de arriba abajo como la muchacha de la tienda y dijo: ah, este es el bailador, dejalo pasar pues, dijo. Yo aún sin entender mucho de lo que pasaba, entré.

Un destello de luz cegadora me impactó al instante y una música estruendosa me dejó tenazmente aturdido. No entendía nada, todo era muy confuso. Habían tantas luces de colores, el sonido estaba tan alto como nunca lo había escuchado, sonaba una canción en otro idioma, quizás inglés porque decía algo así como “pari ol nai” con una pésima calidad. Veía un montón de gente vestida toda rara bailar eso como no había visto bailar a nadie. El pelado que al parecer estaba poniendo la música se paraba detrás de una mesa con una cantidad de cosas que espichaba, movía y daba vueltas, y un aparato rectangular del que salía luz, parecido a uno de esos televisores que había visto en un viaje a Bogotá pero con botones de letras. Me quedé pasmado al ver carritos que decían “cholao” pero lo que servían no llevaba fruta, personas dizque vendiendo empanadas y una muchachita con tacones y toda maquillada regalando “muestras de whisky”. Y mi agüita ´e lulo por ningún lado.

Hasta que por fin sonó una salsa de Richie Ray y Bobbie Cruz y a mí se me olvidó todo. Empecé a bailar como siempre lo hacía y se formó una cantidad de gente alrededor de mí para verme, todos aplaudiendo y entonando esas melodías violentas. Yo no paraba de sonreír. Dentro de ese mundo extraño que parecía un sueño, lo más importante era poder sentir ese goce inmenso de tener a tanta gente reunida por la música para bailar y disfrutar al ritmo de pachangas, charangas, salsas, boleros y bogaloos. Nada me daba más felicidad que eso. Se acabó la canción y entre un calor intenso propio de la tarde caleña, escuchaba los aplausos y la algarabía de mi público emocionado. Di una venia y me dirigí al montón sin entender mucho de lo que pasaba aún. Ahí encontré a mi hijo.

*****

Ahí encontré yo a mi padre que se había salido de la casa con media de guaro, siguiendo el ritmo de la música, seguro, hasta la otra cuadra donde estaban haciendo el Aguaelulo semestral; un homenaje a los viejos Aguaelulos que se celebraban en los barrios populares de la ciudad y que, aunque tristemente habían perdido un poco su esencia, lograban rescatar la tradición tan maravillosa que había construido mi padre junto a otros tantos jóvenes caleños amantes de la música y el baile. Me dio tanta alegría volver a verlo bailar, pues desde que había comenzado a perder la memoria no lograba sentirlo tan jovial como en ese momento. Somos memoria, seremos olvido; si bien los recuerdos de mi padre se han ido desvaneciendo con el tiempo, así como la tradición de los Aguaelulos, estos viven en nuestra memoria y desaparecerán sólo si permitimos que se olviden.

– Dedicado a Carlos Cárdenas Pinzón y Antonio M. Villamil Mendoza

Testimonio de Carlos Cárdenas: caleño que participó en los Aguaelulos originales. (Se tomaron aspectos de este para relatar la historia)